CAP 5. En busca del niño

Julia no dejaba de pensar en el niño que regresó con Victorio. “¿Quién sería?”, se preguntaba una y otra vez. Su tío nunca le había hablado de él. Organizó los documentos que tenía sobre la mesa, repasó hasta el último detalle y después de un rato estudiando los informes logró encontrar el nombre de una persona que había cambiado su apellido dos veces. “¿Sería ese niño?” decía Julia en voz baja mientras meditaba los pasos a seguir. Solo tenía un día más en el valle, el domingo  partirían de nuevo a la ciudad y cuando George se enterara de lo que Julia tenía que contarle, seguramente no le dejaría volver al valle en mucho tiempo. Cogió el teléfono, marcó los números que aparecían en la lista y cruzando los dedos esperó a que alguien contestara al otro lado de la línea.

– ¿Si? Dígame– respondió una voz masculina y carrasposa de un hombre mayor.

–Buenas noches Señor Adolfo Urruz, no quería importunarle a estas horas, soy Julia la nieta de Victorio el Montañés. ¿Tendría un momento para hablar?– preguntó Julia con tono dubitativo

–No conozco ninguna Julia. La nieta de Victorio se llamaba Giuliana Mioño y nunca la encontraron– dijo el viejo al escuchar el nombre de ¨el montañés¨. A continuación el hombre colgó el teléfono.

Julia se quedó pálida, apoyada en la pared y sin palabras. Su mejilla estaba pegada al teléfono y sus labios secos y temblorosos. ¨Giuliana Mioño¨, dijo acordándose de la carta del remitente desconocido que había recibido con ese nombre hacía meses.

 

Al día siguiente, Julia y George se presentaron en la casona de Adolfo Urruz. Un edificio majestuoso construido en piedra de mampostería y sillería y entrevigado de madera. Estaba situado en Las Fraguas. La finca del señor Adolfo estaba rodeada de un gran terreno de 60 hectáreas que envolvían la vivienda entre jardines y bosques dándole un toque misterioso en todo su alrededor. No muy lejos de la vivienda se podía contemplar una pequeña iglesia parroquial elevada sobre un pequeño montículo de estilo romano que alegraba los jardines verdes y floridos del terreno.

Cuando Julia bajó del coche un escalofrío recorrió todo su cuerpo provocándole una sensación extraña de bienestar, tenía la sensación de que ya había estado allí antes.

–George, quiero decirte algo antes de entrar a esa casona– dijo Julia agarrando la mano de su novio– Siento haberte arruinado tu fin de semana romántico.

–No te preocupes lo importante es que encuentres lo que buscas– contestó George–. Yo también tengo que decirte algo aunque no sé si es el mejor momento– dijo George empezando a sudar.

–La respuesta es sí– dijo Julia inmediatamente– Pero prefiero que me lo pidas en otro sitio– respondió Julia sonriendo y apretando las mejillas de George.

Julia agarró la mano de George y juntos se adentraron por el inmenso jardín que rodeaba la casa rumbo a la puerta donde les esperaba el señor Adolfo Urruz.

–Sabía que vendrías– dijo el anciano recibiéndoles en el pórtico de la casa– Si eres nieta de quien dices ser, ¡no podría esperar menos de ti!– dijo Adolfo Urruz apoyado sobre su bastón y con una boina roñosa en la cabeza.

Al entrar al salón, Julia vio varias fotografías de su tío Juan y de su padre, también estaba la señora María, su madre y él mismo Adolfo Urruz abrazado a su abuelo Victorio.

– ¿Por qué tienes fotografías de mi familia?– preguntó Julia sin contemplaciones y sin guardar la compostura.

–Sé lo que estás pensando– dijo Adolfo observando a Julia que contemplaba las fotografías en blanco y negro que adornaban las paredes– Lo que no sé es por qué has tardado tanto en volver a tus orígenes– dijo el abuelo mientras les hacía un gesto ofreciéndoles a sentarse alrededor de una mesa de madera de roble a juego con las sillas.

Cuando Victorio logró traspasar la frontera y guiar al hombre que huía a Francia, el trato cambió rotundamente. El señor pidió a Victorio que se ocupara de su hijo mientras que él intentaba recuperar su status social en Francia y pudiera regresar a España sin cargos. Con todo el oro, la playa y los billetes que le había entregado, sería más que suficiente para mantener al niño sin problemas, además de poder criar a su verdadera familia. Victorio aceptó sin dudarlo, se quedó con el niño y con el dinero.

Al poco tiempo de suceder esto y al ver que el padre del niño no volvía de Francia, Victorio regresó a Arenas de Iguña. Había estado demasiado tiempo fuera de casa, la guerra había acabado y se sentía  responsable del nuevo niño que había llegado a su vida. Desde ese momento, la vida de Victorio cambió para siempre, las rutas por las montañas desaparecieron y la responsabilidad de mantener a su familia ocupó por completo su modo de vivir.

Invirtió su dinero en tierras, ganado, carros, e incluso contrató a jornaleros para trabajar en sus nuevas posesiones. Poco a poco se creó una nueva reputación entre los habitantes del pueblo y al cabo de los años, adoptó al niño como un hijo suyo y le dio su apellido. Todo el valle le conocía como ¨el montañés¨. Algunas familias del valle apoyaron a Victorio en su nuevo emprendimiento, sin embargo, hubo muchas otras que le odiaban, le criticaban por haber pertenecido al bando republicano y tenían una gran envidia de todo lo que había logrado.

Un fatídico día, Victorio sufrió un infarto. Sus hijos le obligaron a dejar el trabajo y le retiraron de las tareas del campo. Juan se encargaba de sacar a Victorio de paseo, le acompañaba al pueblo, hacían las compras, iban a la taberna, lo llevaba a las cuadras para vigilar a las vacas y caballos y pasaban las horas juntos haciendo pequeñas tareas sin realizar grandes esfuerzos físicos.

Un día y cuando nadie lo esperaba, el hombre que había hecho rico a Victorio apareció en el valle de Iguña reclamando a su hijo y a su oro. Culpó a Victorio de haberle engañado y robado y puso al pueblo en contra del viejo anciano “el montañes” tachándole de ladrón y republicano.

Por aquel entonces solían sacar a Victorio al sol, Juan le colocaba una mantica en las rodillas para que no pasara frío y le ponía un cubo lleno de manzanas, nueces, zanahorias o frutas crecidas en su propiedad para que se entretuviera lavándolas, cortándolas o las preparaba mientras le contaba a Juan historietas de la montaña. Victorio era un hombre que no podía estar quieto, le consumía pensar que no era útil y cualquier cosa con que pudiera ayudar siempre lo intentaba.

El señor en crispado, soliviantado y fuera de sus cabales acudió a las posesiones del viejo Victorio para reclamar su oro. De los gritos se pasó a los insultos y de los insultos se llegó a las manos. “No le debo nada”, pensaba Victorio mientras repetía una y otra vez que se marchara de su propiedad.

Juan se puso nervioso e intentó calmar al hombre. Se acercó hacia él queriendo proteger a su padre de los insultos y gritos y le empujó con torpeza hacia atrás. La situación se descontroló completamente. El hombre comenzó a golpear a Juan brutalmente mientras Victorio intentaba apalearle por detrás con el garrote. De repente Juan agarró el bastón de su padre y sin pensarlo dos veces aporreó la cabeza del hombre provocando su muerte al instante.  Su cuerpo se desplomó al suelo como si fuera un árbol cortado y la sangre derramada de la cabeza inundó la hierba del césped que adornaba el patio. Todo sucedió muy rápido. Cuando llegó Antonio todo había acabado. El hombre se había desangrado y Juan estaba sufriendo un ataque epiléptico al igual que solía pasarle en situaciones de estrés.

A los pocos días se desarrolló el juicio del asesinato en la casona de las fraguas del viejo montañes. Nadie creyó que Juan lo hubiera matado en un accidente y culparon a Antonio de haber provocado la pelea y de su asesinato. Corrían malos tiempos, todo aquel que hubiera sido republicano estaba mal visto y Victorio generaba mucha envidia en toda la zona. La gente pensaba que el carta estaba tomando su lugar en la familia del Montañes.

– ¿Pero cómo es posible?–dijo Julia interrumpiendo la historia e indignada por no poder hacer nada por lo que estaba escuchando.

–Intenté buscarla ¿Sabes?– dijo el anciano– ¡ A Giuliana Mioño! Su madre debió cambiarle el apellido– dijo el anciano dejando a Julia atónita por lo que estaba escuchando mientras el abuelo se acomodaba de nuevo en el sofá para seguir contándoles la historia.

La noche anterior al juicio donde condenaron a Antonio, Victorio preparó la alforja, hizo el testamento a nombre de su nieta y huyó junto a su hijo hacia las montañas de la Libertad. El último paseo que dirigiría Victorio iba a ser la liberación de su propio hijo. ¨Qué irónico¨, pensaba Victorio mientras envolvía la manta que utilizaría en su viaje.

Victorio había pasado miles de veces por el paso de las montañas, sin embargo ahora, su vejez y debilidad no le permitirían avanzar por mucho tiempo. Adolfo se ofreció a ayudarles y aprovechando la oscuridad de la noche y el soplar del viento de las praderas del valle, huyeron de Iguña sin echar la vista atrás.

Durante meses caminaron entre los pasos de las montañas, atravesaron ríos, prados y valles y huían de cualquier civilización que se encontraran a su paso. Cuando alcanzaron la frontera, Antonio cambió de nombre y de apellido y se resguardó en un pueblecito hasta que pasara la tormenta de su juicio y pudiera regresar a casa. Victorio fue el único que sabía el nuevo nombre de Antonio.

Después de meses fuera del valle y tras asegurarse de que Antonio estaba a salvo, decidió volver a casa junto con su hijo Juan y su nieta Giuliana. Cuando Victorio llegó al pueblo, Juan, Giuliana y la esposa de Antonio habían desaparecido del valle sin dejar rastro. Su nombre, apellidos e identidad habían cambiado para siempre.  Victorio pasó el resto de sus años buscando a su nieta y a su hijo ¨el tontuco¨, pero jamás los encontró.

–Fin de la historia– dijo Adolfo cambiando de tono– ¡No eres la primera que viene diciendo que es la nieta de Victorio el Montañés!– comentó Adolfo enojado por pensar que era otra caza fortuna más de las tantas que habían pasado por allí– Estoy harto de que jueguen con los sentimientos de mi familia– dijo el hombre mientras se ponía en pie y se iba a buscar unos papeles que tenía sobre una carpeta llena de polvo.

Adolfo abrió la carpeta, sacó unos documentos y se los enseñó a Julia. Todas las hojas estaban firmadas por Victorio donde ofrecía la herencia de la familia Mioño a su nieta Giuliana Mioño. Las hojas tenían una textura rugosa, deteriorada y amarillenta por el paso de los años.

– La última hoja del documento está rota ¿Lo ves?– dijo Adolfo Urruz mostrando el folio rasgado por la mitad– El día que yo me muera toda esta belleza pasará a manos de dios sabe quién– comentó el abuelo lamentando perder su tiempo con los invitados.

De repente Julia se puso en pie, estaba alterada y nerviosa, un breve recuerdo le vino a su mente, no sabía sí hacia lo correcto o era fruto de su imaginación, pero la carta que había recibido hacía meses era de la misma textura y color amarillento de los documento.  Rebuscó entre su bolso, sacó la carta y se la entregó a Adolfo.

– ¿De dónde has sacado esto?– preguntó Adolfo nada más verlo.

–Alguien me la envió a mi despacho hace unos meses– contestó Julia. Adolfo enmudeció, cogió temblorosamente el sobre, lo abrió y dentro encontró la respuesta que llevaba esperando desde hacía veinte años.

– ¡Sé dónde está tu padre!– dijo nada más leer el documento.

CONTINUARÁ…

 

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